Bienvenidos
a Pedrajas y muchas gracias por venir a esta peculiar inauguración.
Mi
primera intención al plantearme el discurso de inauguración fue daros una
charla titulada: “Importancia del cerdo en la economía domestica soriana en la
posguerra tardía” pero me falta moral para daros semejante paliza y lo que os
voy a contar es ligeramente distinto aunque basado en el mismo tema, ahí va :
Hubo una época de la que casi nadie se acuerda
ya en la que comer era importante, no sabíamos lo que era el colesterol y a los restaurantes se iba a comer, no a ver
ni a oler, salir de un restaurante con hambre era un insulto para el
establecimiento y la diferencia entre las calorías y la poesía estaba meridianamente
clara.
Esa
época era nuestra infancia y en ella toda la gastronomía invernal giraba en
torno al cerdo.
Comenzaba
en diciembre, con LA MATANZA, ese día, muy de mañana, se tocaba zafarrancho y
todos los miembros de la familia comenzaban los preparativos para mandar a
mejor vida al pobre animalejo ( que había sido como un miembro más de la
familia durante unos meses).
El
día comenzaba con pastas y anís, con un gran fuego y con actividad febril para
tener todo preparado para el sacrificio y posterior procesado del animal, cuya
muerte era asumida por todos como un mal necesario para la supervivencia invernal.
La
matanza fue para la mayoría de nosotros la primera relacion con la muerte, la
primera vez que sentíamos, a veces con horror, el sufrimiento extremo que
conlleva transformar un animal al que habíamos visto crecer en simple e
imprescindible comida.
En
la matanza participaban habitualmente vecinos, amigos y casi siempre un
“experto” del pueblo que supervisaba que todo se hiciera adecuadamente y que era
el encargado de degüello del cerdo (habitualmente tras varias copas de anís) mientras los
hombres sujetaban las patas, los niños tiraban del rabo y la madre recogía en
un terrizo con pan (que había cortado la
abuela) hasta la última gota de sangre .Todo
el mundo tenía asignado su papel y lo cumplía con la máxima seriedad.
Cuando
el matarife certificaba la defunción el animal se pelaba según la costumbre de
cada pueblo (en el mío con agua muy caliente), se colgaba y se aviaba (nunca he
vuelto a conjugar ese verbo) en una especie de autopsia vertical, separando
cuidadosamente cada órgano, porque todo servía. Ese fue probablemente para
todos nosotros el primer contacto con la disección y con la anatomía (para mi,
el pulmón, antes de ser pulmón fue liviano y el hígado antes que hígado fue
esadura),y ahí fue también por primera vez donde algunos nos dimos cuenta de
que el alma no aparecía por ningún sitio… alguna ventaja habíamos de tener los
chicos de pueblo.
Ese
día había barra libre de proteínas para todos y el personal se ponía morado de
pequeños despojos del pobre animal que iban surgiendo en el proceso de
disección.
Seguían
días de morcillas, salmueras, ahumados, chorizos, de callos para comer, hígado
para cenar, para desayunar…( los cerdos de mi infancia tenían toneladas de
hígado), continuaba el invierno con cocido tras cocido de espinazo (kilómetros
y kilómetros de vertebras),con vigilancia exhaustiva de los chorizos (una
ciencia mucho más exacta que las matemáticas), con adobos y torreznos por doquier.
En
resumen: La comida de invierno era cerdo y lo demás complementos, y aun así
éramos moderadamente felices.
Después
llegó la bonanza, el mercado común, la
globalización, años de progreso en los que a medida que crecían nuestros
recursos crecía también nuestro aborregamiento (¿sería porque comíamos mas
cordero?), llegaron también los médicos tocando los cojones (que si el
colesterol, que si el riesgo cardiovascular…) y pasamos a considerar que comer
bien era ir a un sitio “bien” donde te servían esencias de comida servidas en
platos de una hectárea pintados con
tomate y salsa verde.
El humilde cerdo seguía ahí, debajo de alguna
endivia o nadando en salsa de menta al vino de Oporto, resistiendo el desprecio
que le hacíamos aquellos a los que había ayudado a crecer…
Hoy
asistimos a una regresión económica y social sin precedentes, de repente parece
que ya no somos todos descendientes directos del Cid y que nuestros escudos
heráldicos ya no son tan sólidos como parecían, hemos pasado de dominadores a
vasallos. De repente nos hemos dado cuenta de que somos aquello que ya creíamos
superado…No me alegro de ello, pero creo que incluso esta situación puede tener
una lectura positiva si sabemos aprender de ella, si contribuye a que se nos
desprenda esa costra de orgullo y estupidez que se nos ha ido pegando con los
años y volvamos a ser nosotros mismos, como personas y como país, con algún
valor al margen de lo económico, con personalidad basada en nuestras costumbres
y con respeto a lo que fuimos: un país humilde que comía y gastaba lo que tenia
.
Miguel A. Rodríguez
Marcos. Soria. Abril de 2012